Un año después de ser elegido líder del Partido Conservador y convertirse en primer ministro del Reino Unido (25 de octubre de 2022), las únicas bazas políticas de Rishi Sunak son la comparación y el cansancio. La comparación, evidentemente, con dos predecesores como Boris Johnson y Liz Truss, frente a quienes, pese a todos sus defectos y errores, Sunak sale mejor parado. Y cansancio, el de unos diputados conservadores que no disponen ya de ganas ni de alternativas para volver a rebelarse y derrocar al que sería su cuarto líder en cuatro años.
“Su misión era introducir un cierto grado de estabilidad [en la economía del país, después del hundimiento de su credibilidad provocado por Truss] y creo que lo ha logrado. En el puesto de primer ministro ha mostrado credibilidad y capacidad, pero ahora necesita plantear una visión de futuro”, exige John Hayes, un veterano diputado conservador que preside, además, la corriente Common Sense (Sentido Común) del grupo parlamentario, un conjunto de al menos 50 parlamentarios tories históricamente euroescépticos, defensores del Brexit y muy a la derecha en sus planteamientos. “Necesitamos saber cuál es el propósito actual del Partido Conservador, adquirir un sentido real de la dirección a la que vamos, y ser más conservadores, no menos”, defiende Hayes.
Más allá de los bandazos, los giros oportunistas, su mala suerte y, también, algunos de sus aciertos durante estos meses, el principal problema de Sunak es su incapacidad —como la del resto de compañeros de partido— para reinventarse después de 13 años en el poder. Todas las corrientes internas han probado suerte, sin éxito: el conservadurismo social, con sus dosis de austeridad, de David Cameron; la línea moderada de Theresa May, forzada a poner en marcha un Brexit en el que no acababa de creer; el populismo histriónico y, al final, catastrófico de Boris Johnson; o el neoliberalismo extremo de corte thatcheriano de Liz Truss, que hundió en pocos días la libra esterlina.
Rishi Sunak era la tabla de salvación por descarte para unos diputados que veían peligrar sus escaños y su salario, a pesar de que nunca fue del agrado de los afiliados. Los ciudadanos aprobaron su empeño inicial, y el de su ministro de Economía, Jeremy Hunt, de enderezar la economía. Su presupuesto de otoño, que supuso más de 63.000 millones de euros en nuevos impuestos y en recortes de gasto público, dejó para el año siguiente las medidas más dolorosas, y fue aplaudido por los mercados. Pero el nuevo primer ministro heredaba un país con una inflación disparada, y una ciudadanía hastiada frente a la crisis del coste de la vida. Las huelgas de enfermeros y médicos, de personal de trenes y autobuses, de carteros, de profesores y hasta de abogados, supusieron cientos de miles de horas de trabajo perdidas en un país que ya era el más lento del G-7 en recuperar su nivel económico prepandemia.
Las cinco promesas
Con la mentalidad tecnócrata de su formación universitaria y su experiencia estadounidense en el mundo de las finanzas, Sunak —el primer político de origen indio en ocupar Downing Street, aunque el país apenas celebró ese hito— quiso poner a prueba su desempeño como primer ministro frente a cinco promesas concretas, y medibles. Había anunciado, al acceder al poder, un nuevo Gobierno marcado por la “integridad, la profesionalidad y la rendición de cuentas en todos los niveles”. Bastó en un primer momento para tomar distancia respecto a Johnson y Truss, y definir por contraste su propia personalidad, pero no era suficiente. Los ciudadanos querían resultados concretos, y pronto.
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Estos fueron sus cinco compromisos: reducir a la mitad la inflación; lograr que la economía británica volviera a crecer; bajar la deuda pública; reducir las listas de espera en el Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés) y, la cuestión que más ha definido lo que lleva de mandato, poner freno a la llegada a las costas del sur de Inglaterra de pequeñas embarcaciones con inmigrantes irregulares.
Algunos de ellos se cumplirán solos, más por una cuestión de suerte o de inercia que de empeño político. La inflación, que durante los tres primeros meses del mandato de Sunak fue del 10,7%, se situó el pasado septiembre en el 6,7%, y el Banco de Inglaterra confía en que baje hasta el 5% a finales de año. La economía, se supo hace un par de meses, había crecido más de lo calculado inicialmente y el Gobierno pudo esquivar lo que técnicamente era una recesión. La deuda, de momento, sigue inmutable. Y las listas de espera del NHS incluso han empeorado.
El gran fiasco del Gobierno de Sunak, sin embargo, ha sido su lucha encarnizada contra la inmigración irregular. Un plan de deportaciones a Ruanda tachado de ilegal por los tribunales y que no ha llegado a despegar. Unas embarcaciones gigantes, como el Bibby Stockholm —”prisiones flotantes”, según sus críticos― que apenas dan alojamiento a un millar de personas, han sufrido brotes de legionela y son la vergüenza internacional del Reino Unido. Y una nueva Ley de Inmigración Ilegal (sic) que arrebata a los recién llegados su derecho a solicitar asilo. “Una estrategia indiscriminada que va a provocar la expulsión de miles de refugiados. El año pasado, tres cuartas partes de las peticiones de asilo fueron aprobadas. En el futuro, todas esas personas serán rechazadas de inmediato”, ha escrito Enver Solomon, el director ejecutivo de UK Refugee Council.
Los ‘éxitos’ en Política Exterior
Paradójicamente, para un político que presume de pertenecer a la primera hornada de los que defendieron el Brexit, es probable que su legado más brillante —si finalmente las urnas, previstas como muy tarde para enero de 2025, le desalojan de Downing Street— lo compongan dos rectificaciones en las relaciones con Bruselas. Sunak logró la paz en el amargo litigio respecto al Protocolo de Irlanda (el encaje de esta región británica en la era post Brexit) cuando firmó junto a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, el llamado Acuerdo Marco de Windsor, el pasado febrero. Y logró finalmente reincorporar al Reino Unido, hace apenas un mes, al programa Horizonte Europa de financiación de proyectos científicos. El Brexit había supuesto una tragedia para los investigadores británicos.
Su apoyo incondicional a Ucrania, heredado de Johnson, y su alineamiento absoluto con Israel en la reciente guerra con Hamas han situado a Sunak en el centro la escena geopolítica. Pero nadie es profeta en su tierra, y como ocurre en todos los países, los éxitos en el exterior son un consuelo y refugio del jefe de Gobierno que rara vez aplauden sus ciudadanos.
El giro hacia la derecha extrema
Con unas encuestas que siguen colocando a la oposición laborista 20 puntos por delante, y unas elecciones parciales —las últimas, las de la semana pasada en las circunscripciones de Mid Berdfordshire y Tamworth— en las que el partido de Keir Starmer ha logrado victorias históricas y un giro drásticos en el sentido del voto, Sunak ha tomado el camino más desesperado.
Junto a un endurecimiento del discurso antinmigración, una defensa de los “valores familiares” y un retraso en los compromisos de su Gobierno frente al cambio climático que bordea el negacionismo, el primer ministro intentó presentarse en el congreso conservador de Manchester de hace un mes como el candidato del cambio, dispuesto a desafiar los supuestos falsos consensos.
“Al adoptar la retórica de la extrema derecha, ha acabado cosechando el mismo resultado: el rechazo generalizado del país. Los votantes tenían muy claro quién era Sunak, con lo que ha sido poco inteligente y confuso intentar convencerles de que es alguien distinto”, se lamenta la exministra conservadora de Educación, y más tarde de Igualdad, Justine Greening.
La encuesta más reciente de YouGov señala que la mitad de los británicos califica de “pobre u horrible” el desempeño de Sunak como primer ministro. Los medios que se dedican a rastrear el malestar interno dentro del grupo parlamentario conservador contabilizan ya hasta 25 cartas a la dirección por parte de diputados que desearían un cambio de liderazgo. Pero esa cifra es anónima, y solo se desvela cuando alcanza el 15% de los diputados (unos 50), el nivel que desencadena una moción de censura interna como la que sufrieron en su día Margaret Thatcher o Theresa May.
No parece haber ganas de que vuelvan a rodar cabezas. Algunos, los más rebeldes, planean ya un nuevo liderazgo del partido cuando, como parece irremediable, regrese a la oposición. La mayoría se limita a observar a Sunak y carga exclusivamente sobre sus hombros el éxito o el fracaso de los próximos meses.
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