La tierra todavía está fresca en el cementerio del campo de refugiados de Nur Shams. En el terreno reservado para los 18 mártires enterrados allí desde el 7 de octubre, han abierto hoy seis tumbas más. En la mañana de este miércoles acaban de recibir sepultura Hamza (17 años), Farez (23), Yazam (23) y Adham (23) cuatro primos de la familia Fatmawi. Junto a ellos yacen sus amigos Ahmad Hamarshi y Ahmed Issa (ambos de 19 años). Un misil lanzado por un dron israelí se los llevó mientras pasaban el rato en la calle, hablando entre ellos y trasteando con sus teléfonos móviles. Pensaban que estaban a salvo porque los soldados que casi cada día hacen redadas en este campo se encontraban a varios kilómetros de distancia, destruyendo casas y coches, y llevándose detenido a todo el que consideraban sospechoso. “Eran solo unos chavales que querían pasar un rato juntos”, asegura su tía Sara. “Ojalá hubieran hecho algo por la causa palestina; ahora estaría igual de triste, pero también orgullosa”.
Desde que Hamás cometiera sus atentados en las poblaciones israelíes cercanas a Gaza causando 1.200 muertos, las operaciones de busca y captura de las Fuerzas de Defensa Israelíes en este campo, en el que viven agolpadas 13.500 personas, han sido constantes. Tras dos meses y medio largos de conflicto, el pavimento de sus calles se encuentra totalmente levantado por el paso de los bulldozers militares D-9 del ejército y en el laberinto de calles estrechas y empinadas varios edificios han sido derrumbados. Desde el 7 de octubre, han muerto 24 personas en enfrentamientos con los soldados. La tensión entre la población es constante. En las últimas 24 horas, las tropas, con sus jeeps y sus excavadoras, han aparecido en dos ocasiones. En la segunda, en la madrugada del miércoles, les acompañaba el dron que acabó con estos jóvenes.
Justo detrás del cementerio, en un solar dedicado a fiestas, bodas y todo tipo de acontecimientos sociales, este miércoles se celebra un funeral. Ahmed Fatmawi (44 años), el padre de Hamza, el menor de los difuntos, recibe en fila india a los vecinos que se acercan a darle en pésame y a abrazarlo mientras varios niños reparten café. Tiene una larga barba negra y lleva puesta una chaqueta militar. Cuenta que su hijo se encontraba con sus primos y sus amigos frente a la casa de su tío cuando cayó el misil; que no estaba haciendo nada especial, solo pasar el rato con ellos, como cada noche. “Tras la explosión se lo llevaron en una ambulancia junto a otro de los heridos. Todavía estaba vivo, respiraba”, asegura Ahmed. Pero los soldados pararon el vehículo sanitario para inspeccionarlo en su camino al hospital, continúa. “Si no lo hubieran hecho, puede que todavía estuviera aquí”.
A las afueras del recinto funerario, unos niños ríen y juegan con los casquillos de bala que, desde hace semanas, recogen casi cada día del suelo. Un tramo de escalera de unos 50 peldaños lleva desde allí al lugar donde se produjo el ataque. En el pavimento todavía está el agujero que dejó el proyectil y con el que los chicos juegan introduciendo el palo de una escoba. Un metro a la derecha, la persiana metálica del local frente al que los jóvenes se habían congregado anoche, aparece completamente abombada por el estallido. Frente al negocio, la casa del tío de Hamza tiene toda su fachada de color rosa llena de agujeros de metralla.
Mientras los hombres prosiguen su duelo en el descampado, las mujeres se congregan a cubierto, en una especie de salón comunal con una gran terraza a unos cientos de metros de distancia. Los niños sacan del local a Sara Fatmawi, de 67 años, la tía de cuatro de los fallecidos, y la sientan en la calle, en una silla de plástico. Esta mujer, cubierta con un hiyab negro y largo que le llega hasta la cintura, cuenta que sus sobrinos eran chavales normales, como cualquiera de los del campo: “Solo pensaban en pasar el tiempo con la gente de su edad. Ni eran combatientes ni militantes de ningún grupo”.
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Después se detiene en Hamza. “Era un fanático del Barcelona. Le gustaba muchísimo el fútbol y jugaba y entrenaba en el equipo de fútbol de Tulkarem”, cuenta. “Estaba en el undécimo curso, aunque no era muy buen estudiante, pero era tan bueno jugando con el balón que pensábamos que podría llegar a dedicarse a ello”, añade. “Su madre salió a por ellos para avisarles de que había un dron, pero no le hicieron caso. ‘No nos va a pasar nada’, le dijeron. ‘Los soldados están en otra punta del campo”. El trágico presagio de la señora, se cumplió. Poco después, cayó el misil.
Triste e indignada, Sara cuenta que su familia procede de un pueblecito a las afueras de Haifa, en lo que ahora es Israel. “Nos robaron nuestra tierra, nos convirtieron en refugiados y ahora vienen aquí a matarnos, ¿qué es lo que quiere Israel?”, prosigue. “Solo pido a Dios que se enfrenten a lo que nosotros nos enfrentamos y sufran el dolor que sufrimos nosotros”, añade. “El que mata a nuestros hijos es nuestro mayor enemigo. ¿Qué van a hacer todos estos niños cuando crezcan después de lo que han visto?”, dice señalando al grupo de chiquillos que la acompañan. “Solo van a querer coger un fusil para poder vengarse”.
Abajo, en la carretera que lleva a la ciudad de Tulkarem y que parte por la mitad el campo, se encuentra la casa de Mohamed Odeh (35). El martes, en la redada anterior, soldados israelíes accedieron a su hogar a través de un agujero que hicieron en la medianera, la pared que lo separa del edificio de al lado. “Estaba con toda mi familia en el cuarto de estar cuando entraron. A mi hermano, que es discapacitado y está en una silla de ruedas, se lo llevaron detenido. Le pusieron una venda en los ojos, lo tiraron al suelo y le dispararon en una pierna”, continúa. “Creemos que está en algún hospital en Israel, pero la Media Luna Roja nos ha dicho que no sabe nada de él”.
Los militares le dijeron a Mohamed que sabían que en ese inmueble se construían explosivos. “Buscaron por toda la casa, pero no encontraron nada”, asegura este hombre, que niega que milite en ninguna facción palestina. “Después nos sacaron de la casa a todos, 13 familiares en total. Pusieron explosivos dentro y la volaron delante de nosotros”. A pocos metros de su casa se encuentra un amasijo de hierros y piezas sueltas, restos de lo que hasta ayer era el coche de otro vecino. Los soldados también le colocaron cargas y lo reventaron.
Tras dos días de infierno, los vecinos de Nur Shams, esperan esta madrugada un nuevo ataque. Un grupo de niños ha avisado de que los bulldozers militares y varios jeeps del ejército, estaban cargando combustible en un asentamiento israelí vecino al campo de refugiados. En el cementerio, en el rincón destinado a los mártires, por si acaso, los sepultureros ya han cavado un nuevo agujero.
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