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Vladímir Putin volverá a ganar este domingo otras elecciones presidenciales rusas. El agente del antiguo KGB, el espionaje soviético, mantendrá en sus manos las riendas del país hasta 2030. Tras la dimisión de Boris Yeltsin en diciembre de 1999, Putin heredó hace 24 años y tres meses una nación desnortada tras el colapso de la URSS, pero impuso su ley con puño de hierro y se convirtió para algunos en el modelo a seguir frente a la supuesta decadencia de las democracias. Fue un espejismo. El supuesto garante de la estabilidad, el presidente obsesionado con hacer historia, el hombre al que los rusos entregaron un poder inmenso a cambio de tranquilidad, sorprendió a su propio pueblo con la sangrienta invasión de Ucrania en 2022. La “operación” no salió acorde a los planes del Kremlin y su metástasis, —que llega a las escuelas, donde se enseñará a lanzar granadas y a disparar con rifles— amenaza con escalar a una guerra contra Occidente.
El 31 de diciembre de 1999, Putin recibió de Yeltsin una potencia nuclear en crisis, pero con libertades y esperanzas que no habían disfrutado las generaciones anteriores. Y Putin declaró al minuto de comenzar su primer discurso a la nación aquella Nochevieja: “Quiero advertir de que cualquier intento de sobrepasar el marco de la Constitución rusa será reprimido. La libertad de expresión, la libertad de conciencia, la libertad de los medios de comunicación, el derecho a la propiedad: estos elementos básicos de una sociedad civilizada serán protegidos por el Estado”.
Apenas seis meses después, su Fiscalía llevó al exilio bajo acusaciones de evasión fiscal al dueño de la única televisión federal independiente del país, Vladímir Gusinski. NTV, que investigó los atentados con los que Putin justificó como primer ministro la segunda guerra de Chechenia en 1999, fue adquirida por el brazo gasista del Kremlin, Gazprom, cuya primera decisión fue cerrar la versión rusa de los guiñoles, Kuklí, por sus bromas sobre el mandatario.
“No había entonces una democracia en el sentido clásico, pero tuvimos una gran posibilidad de alcanzarla”, lamenta el presidente del partido opositor Yábloko, Nikolái Rybakov, en un despacho de la sede de esta formación en Moscú. Le rodean cientos de libros, muchos de ellos de la represión soviética y de las miles de víctimas de las guerras de Afganistán y Chechenia en los años ochenta y noventa. Cifras que hoy palidecen ante las estimaciones de bajas en Ucrania.
“Muchos factores influyeron en este fracaso, tanto dentro como fuera de Rusia”, apunta Rybakov. En la oposición rusa, no solo en Yábloko, piensan que se podría haber hecho más cuando aún hubo margen. También es cierto que el Kremlin respondió con dureza y parece que nunca existieron las protestas masivas de la pasada década.
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Rybakov, sostiene que hubo en Occidente “un apoyo explícito a Putin”. Y enumera desde el golpe de Estado de su mentor, Yeltsin, en 1993, a los negocios hechos con la oligarquía del Kremlin en todos estos años. Incluso hoy, con la invasión de Ucrania presente, el dinero fluye aún hacia ambos lados, recuerda el dirigente opositor. “Este camino inevitablemente tenía que llevar al poder a una persona del estilo de Putin. Podría haber tenido un apellido diferente, pero su política hubiera sido la misma”, concluye Rybakov.
Exiliados, encarcelados o muertos
El primer hombre que podría haber vencido a Putin decidió no postularse a las elecciones del año 2000. Era Alexánder Lébed, el general que firmó la paz en la primera guerra de Chechenia y que decía que si le daban un batallón con hijos de altos cargos detendría cualquier conflicto. Calificado de “Napoleón” en Occidente, moriría dos años después al estrellarse su helicóptero en un suceso cuya versión oficial no creen algunos opositores.
Lébed fue el primer gran rival de Putin que desapareció del plano político. A lo largo de los años, varias personalidades críticas con el Kremlin fueron asesinadas públicamente: varios periodistas del diario Nóvaya Gazeta perdieron la vida violentamente, entre ellos la reportera Anna Politkóvskaya en su casa del centro de Moscú en 2006; el exagente del KGB Alexánder Litvinenko fue envenenado con polonio radioactivo en Reino Unido en 2008; y el ex vice primer ministro Borís Nemtsov, tiroteado frente al Kremlin en 2015, entre otros.
Las últimas muertes repentinas que han reforzado a Putin en el poder han sido las del líder opositor Alexéi Navalni en la cárcel hace un mes y la del jefe de los mercenarios de Wagner, Yevgueni Prigozhin, al estallar su avión dos meses después de su rebelión fallida por la dirección de la guerra. Putin ironizó con aquel suceso, nunca aclarado oficialmente, y lo atribuyó a una mezcla de cocaína y granadas entre los mandos de Wagner en el jet privado.
Todas estas muertes ocurrieron mientras Alemania tendía su gasoducto Nord Stream con el Kremlin. De hecho, Rusia celebró en el 2018 su Mundial de fútbol apenas cuatro años después de la anexión ilegal de Crimea y su intervención militar en el este de Ucrania. Numerosos líderes políticos acudieron a los partidos. Entre otros, el presidente francés, Emmanuel Macron, quien sería humillado por Putin el 7 de febrero de 2022 cuando acudió a Moscú para intentar desesperadamente que el dirigente ruso renunciase a su ataque sobre Ucrania. Y Putin despachó con él en una mesa de seis metros de largo.
Ksenia Smolyakova, analista del centro de análisis Riddle, escribe: “Si miramos seis años atrás, parece que los rusos vivían en un país diferente”. En la calle, la euforia era absoluta por haber mostrado al mundo con su campeonato que Rusia era un país abierto y moderno. Sin embargo, el Kremlin notaba que comenzaba a tener problemas. La aprobación del Gobierno se había hundido del 66% de 2014 al 33% en 2018, según el centro de sondeos Levada, y la imagen de Putin también empeoraba. “La euforia por Crimea había desaparecido para las elecciones 2018″, apunta Smolyakova.
También se produjo un fenómeno parecido entre la euforia por la victoria en la guerra de Georgia de 2008 y las protestas masivas por el fraude electoral en las legislativas rusas de 2011, de donde surgió la nueva generación opositora. Los líderes de los disidentes están hoy en la cárcel, exiliados o muertos. “Las autoridades comenzaron a sentirse inseguras. En 2020 cambiaron la Constitución, envenenaron a Navalni y después detuvieron a su red de seguidores”, señala Smolyakova.
En opinión del líder de Yábloko, el Kremlin ha inventado enemigos internos y externos para fortalecerse en el poder. “Así la gente piensa que no se pueden solucionar los problemas. ¿Qué baños vamos a poner en las escuelas si nos amenazan con atacarnos? La gente ve obvio que hay que gastar el dinero en armas”, afirma Rybakov.
Cambiar todo para que nada cambie
Putin se ha perpetuado en el poder en estas tres décadas de siglo repitiendo dos mensajes contradictorios: por un lado insinuaba que pronto dejaría el Kremlin porque un líder no debe ser eterno, por otro afirmaba que debía seguir por el bien de la nación porque se creía indispensable.
“Siete años es demasiado. Puedes volverte loco si trabajas con dedicación absoluta durante siete años”, dijo el candidato Putin en febrero de 2004, hace 20 años, al insinuar que dejaría el poder después de su segundo y último mandato.
“Nos ha dicho que estos son tiempos diferentes, difíciles, pero que en este momento estará con el pueblo y se presentará a los comicios”, revelaron dos décadas después, el pasado mes de diciembre, los militares con los que Putin filtró que se postularía por quinta vez.
Putin ha cambiado e interpretado las leyes a su antojo desde hace 24 años para no soltar el poder. Debido a la limitación de dos mandatos que establecía la Constitución rusa, en 2008 formó tándem con su delfín Dmitri Medvédev, que asumió la presidencia temporalmente esa legislatura. Y en vez de repetir el truco en los comicios de este año, organizó un referéndum constitucional en 2020, en plena pandemia, que puso a cero sus mandatos y le permitirá extender su reinado hasta 2036.
Su perennidad como presidente ha hecho que las quinielas de sucesores caduquen una y otra vez. Occidente consideraba a Medvédev el sucesor liberal de Putin hace una década, y hoy el vicepresidente del Consejo de Seguridad ha quedado relegado a altavoz en Telegram de los mayores exabruptos contra Occidente —y esta es una competición dura entre los políticos rusos—.
Uno de los sucesores con mejores cartas hoy es Serguéi Kiriyenko, jefe adjunto del departamento de Presidencia y líder del llamado “bloque político”. “Su grupo ha sido responsable de construir la pseudoideología del régimen”, afirma Andréi Pértsev, corresponsal del medio independiente ruso Meduza. “Además ha creado la red de formación de los burócratas, todos tendrán algún vínculo con él en el futuro, y ha sabido tomar ventaja en internet, su hijo fue nombrado jefe de VKontakte (el Facebook ruso)”, agrega.
El mentor de Kiriyenko al frente del “bloque político” y creador del concepto de “democracia soberana (la versión moderna de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”), Vladislav Surkov, equiparó a Putin con el emperador Octavio Augusto en una entrevista del Financial Times en 2021: “Cuando llegó, conservó las instituciones formales de la república: había un Senado, había un tribunado de la plebe, pero todos le obedecían. Unió los deseos de los republicanos con los de la gente común que quería una dictadura directa”.
Revanchismo hacia Estados Unidos
Uno de los grandes motivos por los que gran parte de los rusos apoya la guerra contra Ucrania es haber plantado cara a la OTAN y, en particular, a Estados Unidos. La cuestión no es tanto condenar invasiones como la de Irak de 2003, sino poner a la misma altura a Rusia como policía mundial y repartirse sus esferas de influencia.
No siempre fue así. Putin dijo en el año 2000 al entonces secretario general de la OTAN, George Robertson, que deseaba entrar en la Alianza Atlántica, según declaró este último. De igual manera, tras el 11-S Putin apoyó la campaña estadounidense en Afganistán. Sin embargo, el escudo antimisiles de George W. Bush y la propia agresividad rusa hacia las exrepúblicas soviéticas llevaron a Putin a pronunciar su célebre discurso de Múnich de 2007, donde acusó a Washington de instaurar un régimen internacional unipolar.
Aquellos choques, así como el rechazo del Kremlin a la globalización y algunos valores humanos, moldearon poco a poco la ideología estatal hasta el punto de que el presidente ruso consagró el año pasado en sus documentos de política exterior que Rusia es “un Estado-Civilización único” que se opone a Estados Unidos.
Hay distintas interpretaciones sobre los motivos de Putin para invadir Ucrania. Según explica Intigam Mamédov, experto en Europa del Este e investigador de la Universidad de Northumbria, el ataque fue una conjunción de factores, entre ellos dos elementos importantes. Por un lado, el tránsito del poder en las relaciones internacionales. “Rusia, como potencia insatisfecha con su posición, intenta aprovechar cada oportunidad para aumentar su poder frente a la potencia dominante (EE UU)”, afirma Mamédov. Por otro, “se está promoviendo la narrativa de un choque de civilizaciones en Rusia. Ya no es una pequeña operación militar, como en febrero de 2022, sino más bien una confrontación para proteger la identidad propia”, agrega el experto.
Veneración de Stalin
“Después de la operación militar especial, ¡socialismo!”, proclama un panfleto del Partido Comunista de Rusia. Fiel al Kremlin, asegura que Putin está haciendo “un buen trabajo” y ha restaurado viejas tradiciones como “los desfiles de deportistas del estalinismo en la plaza Roja”.
“No hubo una desestalinización”, lamenta el presidente de Yábloko. “Que el Estado no reflexionase sobre el régimen de terror de Stalin ha contribuido enormemente a la situación actual. Si puedes matar a miles de ciudadanos, ¿qué no está permitido?”, denuncia Rybakov.
El político opositor destaca que durante décadas el lema de los veteranos del Día de la Victoria era “que no se repita” una nueva guerra, pero hoy, en los desfiles militaristas del Kremlin, los rusos fanfarronean con un “podemos repetir”. “Incluso las películas soviéticas retrataban el horror de la guerra, no la embellecían como ahora”, añade.
Oleg Lukín, investigador de Diacronía y analista de El Orden Mundial, afirma por teléfono que el Kremlin “no solo ha reinterpretado la historia, sino que se adueña de los símbolos y establece qué y cómo debe ser cada ritual, para separar a los que considera ‘suyos’ de los que son sospechosos de posicionarse con Occidente, de ser rusófobos”.
Lukín cita entre otros ejemplos la Marcha Inmortal, que nació como un desfile espontáneo por la calle con las fotos de los abuelos que vivieron la II Guerra Mundial, pero el Kremlin se adueñó posteriormente del homenaje. Sin embargo, y pese a su capacidad de movilización, Lukín considera que la represión actual es “un signo de debilidad del Kremlin” ante una parte importante de la población descontenta.
La inspiración en la URSS también ha sido un regreso al puritanismo que ralla con el delito. Si en los tiempos soviéticos se hizo viral la frase “En la Unión Soviética no hay sexo”, pronunciada en un programa de televisión en 1986, en la actual Rusia de Putin el mismo tabú sobrevuela cada vez más esferas de la vida privada.
Hace unos días un profesor de una Universidad de Volgogrado fue despedido por enviar un vídeo a sus compañeros donde mostraba sus cactus. Algún responsable vio figuras fálicas en ellos, y fue cesado inmediatamente. Podría parecer una anécdota si no estuviera precedido por muchos otros incidentes sobre “malas conductas” y redadas policiales masivas en fiestas privadas, tanto LGTBI como heterosexuales, desde la filtración en diciembre de las fotos de otra velada de famosos en ropa interior en Moscú.
La politóloga Tatiana Stanovaya advierte: “El caso de los cactus es muy llamativo. Demuestra que ya no se trata solo del rechazo por parte de las autoridades de los ‘valores no tradicionales’, sino de todo lo que considere depravación. Este asunto afecta ya a un sector mucho más amplio de la población”, denuncia.
En la Rusia policial de Putin, la vida privada ya es cuestión de Estado.
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