Aún falta un cuarto de hora para que este sábado abran las urnas en la escuela secundaria Jinou, en el distrito de Da’an, en Taipéi, y la cola de votantes en la acera suma ya cerca de una veintena de personas. La normalidad con la que Taiwán se vuelca en el proceso democrático es sorprendente. Sobre todo si uno lo compara con el modelo que se propone al otro lado del Estrecho, o la propia historia de este territorio. No hubo elecciones libres hasta 1996, cuando la isla autogobernada, que China reclama como parte inalienable de su territorio, dejó atrás definitivamente los años de dictadura de Chiang Kai-shek y su alargada sombra. Hoy, los comicios son una característica decisiva en una sociedad muy compleja.
En este lugar, se suelen realizar encuestas en las que se les pregunta a los ciudadanos qué se sienten: ¿taiwaneses? ¿chinos? ¿ambos? ¿chinos de Taiwán? La transición democrática, el paso del tiempo y las generaciones, y la brecha con la China comunista—de donde huyeron en 1949 los fieles al Kuomintang (KMT), liderado por Chiang, tras caer derrotados por los comunistas de Mao Zedong en la guerra civil— han contribuido a provocar un cambio. En 1992, solo el 17,6% de la población se consideraba “taiwanesa”; hoy son mayoría, el 62,8%; entre tanto, ha caído el porcentaje de quienes se consideran “chinos y taiwaneses” del 46,4% al 30,5% y se ha desplomado el de quienes se consideran solo “chinos” del 25% al 2,5%, según un estudio de la Universidad Nacional de Chengchi.
Hay quienes defienden que lo que realmente define a los taiwaneses es el hecho de que celebran elecciones libres. “Taiwán se enorgullece con razón de su evolución hacia la democracia. Es uno de los elementos más poderosos de su identidad actual. Pero también es una cuestión que ha complicado decisivamente sus relaciones con el continente [China]”, escriben Kerry Brown y Kalley Wu Tzu Hui en The trouble with Taiwan (El problema con Taiwán, 2019). Los autores aseguran que este camino ha complicado además una eventual reunificación: si antes era solo una cuestión a decidir entre dos Gobiernos, Pekín y Taipéi, ahora requeriría del paso por las urnas. En este lugar, afirman, “el aspecto político” de la identidad “pesa más que en otras partes”: a medida que uno crece en Taiwán, ha de decidir dónde se posiciona. El voto tiene consecuencias. Y sus efectos se propagan mucho más allá de este territorio donde colisionan las dos superpotencias del siglo XXI.
Sally Hong, de 45 años, acaba de introducir la papeleta en la urna. “Mucha gente piensa que soy china, por mi acento”, dice a los pies de las canastas en el patio del colegio electoral. “Pero no, soy totalmente taiwanesa”. Ha optado por Lai Ching-te, el candidato del gobernante Partido Progresista Democrático (PPD). Es la única formación que puede “conducir a Taiwán en la dirección correcta y luchar contra el Partido Comunista Chino [PCCh]”. Cree que los otros dos contendientes a ocupar la presidencia, Hou Yu-ih, del nacionalista KMT, y Ko Wen-je, del joven Partido Popular de Taiwán (PPT), quieren “cooperar con el Gobierno chino” y llevar la isla al pasado.
Hong viene, como muchos, de una familia tradicionalmente “azul”, votante del KMT, el partido heredero de quienes abandonaron China en 1949 y establecieron en Taipéi una especie de Gobierno en el exilio, dando origen a uno de los conflictos geopolíticos más volátiles desde entonces. Los nacionalistas han defendido tradicionalmente su propia versión de la reunificación con el continente. Sus líderes fueron los artífices del llamado “consenso de 1992″ con Pekín, por el cual ambos lados del Estrecho reconocieron la existencia de “una sola China”, aunque con diferentes interpretaciones sobre cuál era esa China. El gigante asiático considera este acuerdo una pieza esencial de las relaciones con Taipéi. Pero el PPD, que defiende que Taiwán es ya de facto un país independiente, se ha alejado de su postulado en los últimos ocho años de Gobierno. Muchos en la sociedad taiwanesa han tomado también este camino. Hoy, dice Hong, “no hay forma” de que Taiwán vuelva a ser parte de China. “Tenemos nuestro propio Gobierno, nuestro presidente, no les pagamos impuestos [a Pekín]. Somos independientes”.
A esto se añade un hecho novedoso. Por primera vez desde que se celebran elecciones, todos los candidatos en liza han nacido en Taiwán, cuenta Syaru Shirley Lin, fundadora y presidenta del Center for Asia Pacific Resilience and Innovation (CAPRI), un instituto con sede en la isla y EE UU. Hasta ahora, siempre había algún aspirante nacido en China. “En esta ocasión, la cuestión de la identidad ofrece un margen muy estrecho”, valora. Y, según esta analista, los tres candidatos se han mantenido en un guion similar. “Soy taiwanés, amo Taiwán, defenderé la soberanía taiwanesa, la democracia, la libertad”. Todos ellos, añade, defienden el “status quo” actual de la isla. Para ella, las relaciones a través del estrecho forman parte de esa identidad: ha dejado de ser un “problema”, pero sigue siendo la plataforma que lo impulsa todo. En un debate electoral televisado, la terna de candidatos presidenciales se esforzó en demostrar que eran capaces de hablar el dialecto local, además del mandarín. “Porque ha quedado atrás el debate sobre la identidad, pero necesitan probarla”, dice la también autora del libro Taiwan’s China dilemma (El dilema de Taiwán con China, 2016).
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Entre la gente joven apenas hay duda: Peyton Lin, de 24 años, y Jason Ko, de 23, se consideran taiwaneses, creen que es “un país independiente”, según contaban el pasado martes. Se encuentran a la entrada de la facultad de Ingeniería Eléctrica en la Universidad Nacional de Taiwán, haciendo un experimento con dos chips sobre una mesita. Su carrera, en esta isla que produce cerca del 60% de los semiconductores del planeta y un 90% de los más avanzados, está reservada para algunas de las mejores mentes. Los chips, afirman algunos analistas, son también expresión de la identidad taiwanesa. Producto de una isla con lazos con Estados Unidos, que no tuvo otra salida que trabajar mucho, innovar y volverse imprescindible para la carrera tecnológica del resto del globo.
Lin votará al nuevo partido, el PPT, con un gran apoyo entre los jóvenes. Ko aún se debate entre este o el PPD. En su elección no solo pesa la cuestión geopolítica. Hablan de otros problemas, como el de la energía nuclear, la corrupción, los salarios, que han formado parte del debate electoral. Da la sensación de que ya están de vuelta de las tensiones entre colosos. Lin dice que, en este campo, no hay en realidad mucha diferencia entre las tres propuestas electorales. Y no cree que la cuestión sea tan relevante en el día a día. “No vivimos con presión”, afirma. “Aunque quizá es más serio de lo que pensamos”.
No todos piensan así. En el crisol taiwanés hay posturas de todo tipo. Un joven nacido en Canadá, de padres taiwaneses, criado en la isla, formado en Estados Unidos, casado con una china, con una empresa en el continente, donde reside de forma intermitente, y cuyo abuelo fue piloto contra el bando comunista en la guerra civil, hoy defiende la reunificación con la China comunista incluso a costa de perder la libertad de elegir Gobierno. “Es una cuestión de supervivencia. Después, ya hablaremos de democracia. El Partido Comunista no va a vivir para siempre”, afirma. Los taiwaneses están tratando de pelear en una guerra que van a perder, opina. Prefiere no dar su nombre: “Dan”, dice. Tiene 26 años. Se considera “chino”, a secas. Su postura es pragmática. Cree que es importante el acceso al mayor mercado del planeta, justo en la otra orilla. Y ha querido que su hija, nacida allá, tenga pasaporte chino: “Es uno de los más difíciles de obtener del mundo”. Este lunes comienza el servicio militar obligatorio en Taiwán. Pero en caso de guerra, probablemente se mudaría a Canadá (conserva este pasaporte). Según contaba el jueves, ante un café latte, iba a votar al KMT.
“Espero un cambio de Gobierno”, dice tras depositar su voto C. C. Wang, de 75 años, que ha acudido al colegio electoral en silla de ruedas. Tuvo polio de niño. Nació en la China continental y, según cuenta, emigró a la isla a los 20 años. Aquí se casó y tiene a su familia. Trabajó durante años de pollero. Bajo la mascarilla le asoma una barba blanca y lacia; viste un tangzhuang, la camisa tradicional china. “El pueblo taiwanés es parte del pueblo chino, y el pueblo chino es de China”, enuncia. Suena casi como uno de esos memorandos firmados entre Washington y Pekín. Le gustaría estrechar los lazos con la superpotencia asiática, a la que considera un país socialista basado en la cultura china. “Taiwán es solo un peón controlado por los estadounidenses”, sostiene. “Estados Unidos es el peor país del mundo”. Y se autodefine: “Una persona china en Taiwán”.
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