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Andy Burnham (Liverpool, 54 años) no viste como un alcalde. Pantalones y camiseta negra, americana negra, tiene la elegancia de una estrella madura del rock alternativo británico de finales de los ochenta. Podría ser el quinto miembro de sus adorados The Smiths. El político laborista está al frente de una ciudad —Mánchester, donde surgió aquella banda—, pero sobre todo de una región en la que habitan casi tres millones de almas —Greater Manchester— que será fundamental para determinar si el líder de la oposición, Keir Starmer, ha sido capaz de recuperar el apoyo del norte de Inglaterra, de fuerte tradición izquierdista, pero que se pasó al Partido Conservador y al Brexit de Boris Johnson en 2019. El llamado “muro rojo”, cuyos ladrillos se desmoronaron. La ciudad, junto a su vecina y rival Liverpool, simboliza el resurgir de un orgullo norteño.
“Esta región fue siempre la voz radical que desafiaba al establishment de Londres. Fue en Mánchester donde el ejército mató a 18 manifestantes, en 1819, cuando reclamaban el derecho al voto. La misma ciudad en la que los trabajadores textiles se negaron a trabajar el algodón recogido por los esclavos”, explica Burnham al pequeño grupo de corresponsales de medios europeos —entre ellos EL PAÍS— que ha acudido a charlar con él. “La cuna del sindicalismo y del movimiento sufragista, el núcleo central del pensamiento progresista en el Reino Unido”, insiste.
Nada resulta más liberador que la política municipal. Burnham se ríe y no duda en enseñar su tatuaje en el bíceps de su brazo derecho: una pequeña abeja, el símbolo de una ciudad industrial y laboriosa como Mánchester. Cientos de mancunianos, como se conoce a sus habitantes, la grabaron en su cuerpo como emblema del orgullo, solidaridad y resurrección que compartieron todos cuando la cantante estadounidense Ariana Grande regresó en 2019, para actuar de nuevo, dos años después de aquel trágico atentado terrorista en el estadio Manchester Arena que acabó con la vida de 22 personas, muchas de ellas menores de edad.
“Ni tatuajes, ni cigarrillos, ni motocicletas. Esas eran las leyes sagradas de mi madre. Y me las he saltado todas”, ríe Burnham. Hijo de un técnico de líneas telefónicas y de una recepcionista, fue la “batalla de Orgreave”, aquel brutal enfrentamiento entre mineros y policías de 1984 que el historiador Tristram Hunt describió como “casi medieval en su coreografía”, lo que impulsó al joven Andy, de 14 años, a afiliarse al Partido Laborista.
Fue diputado durante 16 años, y ministro en los gobiernos de Tony Blair y Gordon Brown. El tiempo suficiente como para entender que la política nacional británica, centrada hasta el paroxismo en Londres y esa burbuja de diputados y asesores a la que se conoce coloquialmente como Westminster, provoca el adormecimiento de la conciencia. “Cuanto más tiempo pasas allí, más pareces un fraude para los ciudadanos. Porque votas a favor de cosas en las que solo crees a medias. Acabas perdiendo en parte el sentido de tu propia personalidad”, explica.
Fútbol y orgullo regional
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Para entender el salto definitivo de Burnham a la política municipal hay que introducir en la narración otra tragedia: estadio de Hillsborough, Sheffield. 1989. Semifinales de la FA Cup (el torneo similar a la Copa del Rey en España). Liverpool FC frente al Nottingham Forest. 97 muertos y casi 800 heridos cuando se derrumbaron las gradas de pie. Y la conclusión general, alimentada durante casi dos décadas por la clase política británica, de que lo ocurrido había sido la consecuencia del salvajismo de los hooligans, de los bárbaros del norte. “Después de las conclusiones de la segunda investigación pública del incidente, lo dije en la Cámara de los Comunes —su discurso, de 11 minutos, ocupa un lugar de honor en el canal de YouTube del Liverpool FC—, ¿cómo es posible que toda una ciudad inglesa reclamara justicia entre lágrimas durante 20 años y el Parlamento no la escuchara?”, recuerda Burnham.
El alcalde adquirió relevancia nacional durante la pandemia, y se ganó el apelativo de “rey del norte” cuando se enfrentó al Gobierno de Boris Johnson. Luchó —sin éxito, pero con respaldo popular— contra unas medidas draconianas de confinamiento en la región, distintas a las de Londres y sin el respaldo financiero necesario para resistirlas.
Aquella batalla sirvió para que muchos laboristas entendieran que la respuesta frente a los conservadores estaba en la trinchera municipal. Podía reconquistarse al electorado desencantado con inversiones en infraestructuras, ayudas a la educación, propuestas culturales y una inyección de orgullo para una Inglaterra que llevaba años sintiéndose abandonada.
Ahí está, defiende Burnham, la razón de un respaldo al Brexit que sorprendió a la dirección de su partido. Recuerda lo mucho que le costó defender entre sus votantes la permanencia en la UE, y entiende que Keir Starmer no quiera remover ahora ese asunto. “El reingreso no es ahora mismo una opción política que esté sobre la mesa. Pero confío en que las próximas generaciones, nuestros nietos, vuelvan a meter al Reino Unido en la Unión Europea”, dice el alcalde.
Burnham ha competido dos veces por el liderazgo del Partido Laborista. Hoy es un aliado fundamental de Starmer, pero nunca dejará de ser una sombra molesta para el actual candidato. En primer lugar, porque no descarta su regreso a la escena nacional. En segundo, porque su carisma entre los votantes es innegable.
Pero hoy por hoy, con una red de alcaldes laboristas que hacen uso de sus competencias recuperadas, cree que, si las encuestas no fallan y la izquierda conquista Downing Street —prevé que las elecciones serán en noviembre—, el líder de la oposición lo tendrá más fácil que Tony Blair en 1997. “Entonces llegamos al poder con inmenso apoyo popular, expectativas muy altas y ninguna capacidad para trasladar nuestras políticas a las regiones. Starmer llegará con expectativas bajas y con una infraestructura regional muy diferente. La luna de miel será breve, porque la gente está impaciente, pero el nuevo Gobierno tendrá mucha más capacidad para actuar de inmediato”, asegura Burnham.
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